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Owen Jones: el defensor de los menospreciados

Por La Tercera  ·  22.06.2016

‘Chav’ es un término parecido a flaite. Alude a los blancos pobres de Inglaterra. Un grupo menospreciado incluso por la izquierda. El escritor Owen Jones salió en su defensa en 2011 cuando publicó Chavs: la demonización de la clase obrera, libro que está traducido y se encuentra en algunas librerías chilenas.

Vicky Pollard es una adolescente obesa, rubia, que suele vestir ropa deportiva y hablar velozmente, repitiendo muletillas, para excusarse de algún acto delictivo menor –robar en los supermercados- o para dar explicaciones absurdas sobre su agitada vida sexual. Vicky Pollard, se supone, pertenece a la clase trabajadora británica y aunque ella no es real –es un personaje cómico de un programa de televisión- encarna un ejemplo femenino de aquel grupo humano que los ingleses denominan “chavs”: británicos blancos, pobres, de barrios deprimidos con altas tasas de desocupación que viven de los servicios sociales. Un grupo humano que desde hace unas décadas suele ser caricaturizado y despreciado en la conversación trivial e incluso en programas de televisión como Little Britain, el espacio en donde las aventuras de Vicky Pollard -personificada por un cómico famoso- resultaban tan populares que incluso Kate Moss participó en un sketch con ella, disfrazada de chav.

Los chavs son una fuente de muchas bromas y de un maltrato impune que llamó la atención de Owen Jones, un joven activista, investigador y columnista que en 2011 publicó Chavs: la demonización de la clase obrera. El libro –publicado cuando Jones tenía 27 años- se transformó en éxito de ventas, fue elegido entre los mejores libros de no ficción del año por el New York Times, consagrando al autor como la nueva gran figura intelectual de la izquierda inglesa. Más allá del éxito de su autor, Chavs llamó la atención por la manera en que abordaba un tema que parecía no existir en la discusión pública: la virtual desaparición de la antigua identidad orgullosa de la clase trabajadora británica y su reemplazo por una caricatura que todos parecen repudiar.

Si hasta los noventa era parte de una impostura imitar el acento cockney y los modales de barrio como credenciales de calle, en la última década eso ha cambiado. En una entrevista reciente Jones describía ese cambio: “[En los 90] Si venías de un entorno obrero, se asumía que estabas ahí por tu talento. En la música el epítome de la glorificación de lo obrero fue Oasis, mientras que ahora está Coldplay, una banda considerada algo ñoña y de entorno privilegiado. No se me ocurre ningún grupo de la importancia de Oasis que pueda cumplir su mismo perfil en estos días. En la actualidad en las universidades lo que está de moda es ser pije, incluso sólo estéticamente. El look de Retorno a Brideshead, con sus camisas rosas y sus corbatitas ridículas, ha vuelto, y se organizan fiestas temáticas chavs como broma. Es un cambio sustancial”.

Un herencia de la señora Thatcher

Owen postula en su libro que el poder político y los medios británicos han sido dominados desde hace tres décadas por una generación de hijos de la clase media acomodada, tributaria cultural de las políticas de los gobiernos de Margaret Thatcher. Las legislaturas conservadoras desmantelaron desde los años 80 las grandes industrias manufactureras y las minas de carbón, una matriz productiva que le habían dado identidad a la población obrera británica durante el siglo XX, aplastando a los sindicatos y reformando las políticas de vivienda pública. El objetivo de Thatcher, sostiene Owen, fue todo un éxito: el sentido de comunidad de las clases populares sucumbió frente al avance de la idea del esfuerzo individual como motor de prosperidad. Los barrios de viviendas municipales, que mezclaban familias de sectores medios, profesionales y clanes de clase trabajadora, fueron intervenidos y segmentados. En adelante, cada vez más, habría grandes barrios similares a los guetos chilenos, alejados de la vista de la población acomodada, sobre todo en las ciudades del deprimido norte de la isla.

“El nuevo británico creado por el thatcherismo era un individuo de clase media y propietario de una casa que se preocupaba sólo de sí mismo, de su familia y nadie más. La aspiración significaba anhelar un auto o una casa más grande”, apunta el autor en uno de los capítulos del libro. Un cambio cultural que separó a la burguesía inglesa de los sectores obreros. Actualmente son comunidades que se cruzan cada vez con menor frecuencia. Aun más, la clase media comenzaría a cultivar una especie de asco visceral a las costumbres y apariencia de los sectores más pobres, acuñando una palabra para denominarlos despectivamente. Así fue como surgió el estereotipo del “chav”: hombres y mujeres blancos –diferentes de los inmigrantes- que visten ropa deportiva, usan joyas de fantasía, habitan viviendas sociales, suelen estar desempleados, se reproducen con mayor frecuencia de lo habitual y son tratados por los medios de comunicación –sobre todo los diarios sensacionalistas- como criaturas con tendencia a delinquir.

Un punto de inflexión en la construcción del estereotipo fue la trágica estampida durante un partido de fútbol que provocó la llamada tragedia de Hillborough en 1989. El desastre -96 personas muertas y más de 700 heridas- fue provocado por un error de la policía en el manejo de la multitud congregada fuera del estadio, pero los responsables sembraron rumores que fueron rápidamente recogidos por los diarios sensacionalistas: la culpa fue de los hinchas borrachos del Liverpool. The Sun llegó a publicar historias de aficionados orinando sobre cadáveres y de abuso a chicas heridas en el campo de juego. Nada de eso era real y en abril pasado, un tribunal determinó que había sido responsabilidad de los fallos de los policías, no de los hinchas, pero durante 27 años los rumores que le atribuían la tragedia a los fans del equipo aportaron a la creencia de que los chavs eran una amenaza incluso como asistentes a espectáculos masivos que tradicionalmente convocaban a las clases bajas inglesas.

Esta nueva clasificación social, según el autor, fomentó un nuevo fanatismo progresista, que repudiaba sin pudor a un segmento de la población por sus gustos o su conducta: “Estaba bien odiar a los blancos de clase trabajadora porque ellos mismos eran un hatajo de racistas intolerantes”.

Todos somos clase media

En Inglaterra, Owen Jones es una figura popular. Columnista de The Guardian y convidado habitual en programas de televisión, tiene un canal propio en YouTube y ha comentado su interés en postularse al Parlamento. Él mismo se describe como parte de la cuarta generación de una familia socialista y aunque en su libro Chavs, establece que el hito que permitió la demonización de la clase obrera surgió con los gobiernos conservadores, sostiene que fueron los laboristas los encargados de mantener el baldón y acrecentar la brecha. “Los políticos, especialmente los del Partido Laborista, antiguamente hablaban de mejorar las condiciones de la clase obrera. Pero el consenso actual sólo gira en escapar de la clase trabajadora”. Ese consenso firmemente celebrado durante los años noventa, podría resumirse en una frase del ex primer ministro Laborista Tony Blair: “La Gran Bretaña de las elites se ha acabado. La nueva Gran Bretaña es una meritocracia”.

Aparece la idea, entonces, de que “todos somos clase media” y que los pobres son una suerte de residuo peligroso que vive en lugares lejanos que nadie ha visitado jamás. “Esta idea –aseguró Jones en una entrevista- fomentada por políticos y periodistas de clase media, pulveriza el debate sobre las desigualdades, porque si no hay clases sociales, no hay nada que debatir”. La representación misma de las clases más bajas ha desaparecido del Parlamento, dice Owen, en la medida en que se extiende la idea de que todos los ingleses pertenecen a la clase media. Esta fantasía oculta una brecha que sorprende. El número de políticos laboristas de origen obrero ha disminuido considerablemente desde los años 80 entre los representantes de la izquierda y aunque sólo siete de cada cien británicos se educa en colegio privado, casi la mitad de los altos funcionarios gubernamentales egresaron de uno, lo mismo que más de la mitad de los editores y redactores de medios de comunicación y siete de cada diez abogados prominentes. La experiencia de las barriadas pobres es desconocida y atemorizante para la gran mayoría que ostenta sitios de poder, creando una escenografía cultural que repudia lo que los políticos británicos han llamado una “subclase”, que habita viviendas sociales y vive de la sociedad del bienestar.

Es el mismo paisaje mental que se activa cuando en nuestro país se habla de los flaites: se trata de criaturas diferentes, desconocidas, dignas de repudio que viven en sitios distantes. Existe un mundo flaite que no merece respeto ni consideración y sobre el que hay plena libertad para burlarse. La diferencia es que en el caso de los chavs existe una carga racial determinada. Mientras en Chile se suele identificar a lo flaite con un aspecto mestizo, diferente del fenotipo de las clases acomodadas chilenas, la figura del chav alude a los pobres blancos, como los rednecks norteamericanos o los cultores afrikaans de la cultura zef sudafricana que hicieran célebre la banda hip hop Die Antwoord. Coincide, por otra parte, en que la categoría del flaite surge en un país en el que la gran mayoría se considera a sí mismo parte de algo llamado “clase media”, tal como sucede en Inglaterra. Una especie de consenso mágico que en los hechos no es tal. Es el fruto cultural, según Owen, de una política cuyo efecto ha sido la desigualdad.

Autor del artículo: Óscar Contardo

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